Divino Planeta

Divino Planeta

jueves, 25 de noviembre de 2010

Felicidad frente a placer

Varios meses después del ciclo de conferencias del Dalai Lama en Arizona, lo visité en su hogar de Dharamsala. Era una tarde de julio particularmente calurosa y húmeda y llegué a su casa empapado en sudor, después de un corto desplazamiento desde el pueblo. Al proceder yo de un clima seco, la humedad de ese día me resultó casi insoportable y mi estado de ánimo no era el más adecuado para sentarme e iniciar nuestra conversación. Él, por su parte, parecía sentirse muy animado. Poco después de iniciada la conversación, abordó el tema del placer. En un momento determinado, hizo una observación crucial:

-Hay veces en que la gente confunde felicidad con placer. Hace no mucho tiempo, por ejemplo, pronuncié una conferencia ante un público indio en Rajpur. Dije que el propósito de la vida era la felicidad; un miembro del público señaló que Rajneesch enseña que nuestro momento más feliz se produce durante la actividad sexual, de modo que uno debe ser más feliz a través del sexo. -El Dalai Lama se echó a reír cordialmente-. Quería saber qué pensaba yo de esa idea. Le contesté que, desde mi punto de vista, la felicidad más alta se produce al llegar a la fase de liberación, en la que ya no existe más sufrimiento. Eso sí que es felicidad duradera. La auténtica felicidad se relaciona más con la mente que con el corazón. La felicidad que depende principalmente del placer físico es inestable; un día existe y al día siguiente puede haber desaparecido.

Parecía una observación un tanto perogrullesca; claro que la felicidad y el placer eran dos cosas diferentes. Sin embargo, los seres humanos tenemos tendencia a confundirlas. Poco después de mi regreso a casa, durante una sesión de terapia con una paciente, me encontré con una demostración concreta de lo eficaz que puede llegar a ser esa sencilla toma de conciencia.

Heather es una joven soltera que trabaja como asesora personal en la zona de Phoenix. Aunque disfrutaba de su trabajo con jóvenes problemáticos, ya hacía algún tiempo que se sentía insatisfecha de vivir, en la zona. Se quejaba a menudo del crecimiento demográfico, el trafico y el calor opresivo del verano. Se le había ofrecido un puesto de trabajo en una hermosa y pequeña ciudad en las montañas. Había visitado la ciudad en numerosas ocasiones y siempre había soñado en instalarse allí. La oferta habría sido irresistible de no mediar un inconveniente: su clientela sería gente adulta. Llevaba ya varias semanas tratando de decidirse. Intentó hacer una lista de las ventajas e inconvenientes, pero el resultado fue fastidiosamente equilibrado. -Sé que no disfrutaría del trabajo tanto como aquí -me dijo-, pero eso podría quedar más que compensado por el placer de vivir en ese pueblo. Me encanta estar allí, el simple hecho de estar hace que me sienta bien. Por otro lado, estoy muy harta de este calor. Simplemente, no sé qué hacer.
La palabra «placer» me recordó las palabras del Dalai Lama y, a modo de tanteo, le pregunté: -¿Cree usted que vivir en ese lugar le proporcionaría mayor felicidad o mayor placer?

Ella permaneció un momento en silencio.

-No lo sé -contestó finalmente-. Mire, creo que me produciría más placer que felicidad... En realidad, no creo que me sintiera realmente feliz trabajando con esa clientela. Tengo mucha satisfacción al trabajar con adolescentes.
El simple hecho de volver a plantear su dilema en términos de felicidad o placer pareció proporcionarle mucha claridad. De repente, le resultó mucho más fácil tomar una decisión. Se quedó en Phoenix. Naturalmente, sigue quejándose del calor del verano. Pero el hecho de haber tomado una decisión sobre la base de consideraciones más precisas contribuyó a hacerla más feliz y a que el calor le resultara más soportable
.

Todos los días nos enfrentamos con numerosas alternativas y, por mucho que lo intentemos, a menudo no elegimos lo que es «bueno para nosotros». Ello está relacionado en parte con el hecho de que la «elección correcta» a menudo supone sacrificar nuestro placer.

Los hombres siempre se han esforzado por tratar de definir el papel del placer en nuestras vidas, y toda una legión de filósofos, teólogos y psicólogos han explorado nuestra relación con él. En el siglo III a. de c., Epicuro basó su sistema ético en la osada afirmación de que «el placer es el principio y el fin de la vida bienaventurada». Pero incluso él reconoció la importancia del sentido común y la moderación al admitir que la entrega desaforada a los placeres sensuales podía conducir a veces al dolor. En los últimos años del siglo XIX, Sigmund Freud formuló sus teorías sobre el placer. Según Freud, la fuerza motivadora fundamental de todo el aparato psíquico era el deseo de aliviar la tensión causada por los impulsos instintivos insatisfechos; en otras palabras, nuestra motivación fundamental es la búsqueda de placer. En el siglo XX, muchos investigadores han preferido soslayar las especulaciones filosóficas y se han dedicado a hurgar en las regiones cerebrales límbica y del hipotálamo, mediante el uso de electrodos, a la búsqueda del lugar donde se produce placer cuando hay estimulación eléctrica.

En realidad, ninguno de nosotros necesita de filósofos, psicoanalistas o científicos para que nos ayuden a comprender qué es el placer. Lo sabemos cuando lo sentimos. Lo reconocemos en el contacto o la sonrisa de un ser querido, en el lujo de un baño caliente una tarde lluviosa y fría, en la belleza de una puesta de sol. Pero muchos de nosotros también experimentamos placer en la frenética rapsodia de la cocaína, en el éxtasis de un «viaje» de heroína, en la diversión tumultuosa de una juerga llena de alcohol, en el arrobamiento de los excesos sexuales, en el entusiasmo de un acierto en el juego. Ésos también son placeres muy reales, con los que muchos de nosotros aprendemos a convivir.

Aunque no hay formas fáciles de evitar estos placeres destructivos, disponemos afortunadamente de una certeza como punto de partida: el simple hecho de recordar que lo que buscamos en la vida es la felicidad. Tal como señala el Dalai Lama, ése es un hecho incontestable. Si afrontamos la vida teniéndolo en cuenta, nos será más fácil renunciar a las cosas que, en último término, son nocivas, aunque nos proporcionen un placer momentáneo. La razón por la que suele ser tan difícil decir «no» se encuentra en la misma palabra «no», asociada a ideas de rechazo, de renuncia, de negación de nosotros mismos.

Pero existe un enfoque que puede ayudamos: enmarcar cualquier decisión que afrontemos preguntándonos: «¿Me producirá felicidad?». Esa simple pregunta puede ser una poderosa ayuda en todas las circunstancias: no sólo en la decisión sobre consumir drogas o tomar esa tercera ración de pastel de plátanos con crema; contribuye a enfocarlo todo desde un ángulo distinto. Al afrontar nuestras decisiones cotidianas teniendo esto en cuenta, desplazamos el centro de atención, de aquello a lo que renunciamos a la búsqueda de la felicidad definitiva. Una clase de felicidad que, como definió el Dalai Lama, sea estable y persistente. Un estado de felicidad que permanezca, a pesar de los altibajos de la vida y de las fluctuaciones de nuestro estado de ánimo, como parte de la matriz misma de nuestro ser. Desde esa perspectiva nos resultará más fácil tomar la «decisión correcta» porque estaremos actuando para dotarnos de algo permanente, con una actitud que supone moverse hacia algo, en lugar de alejarse, que significa abrazar la vida en lugar de rechazada. Este movimiento hacia la felicidad puede tener un efecto muy profundo: puede hacemos más receptivos, más abiertos a la alegría de vivir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario